Gora Franzen

No sé si la carne será débil, pero mi voluntad en ocasiones es más floja que un blandiblu. Lo ilustro: me saqué el carnet a los dieciocho pero no conduje hasta los treinta. Para qué, señor mío, darse prisa, cuando no hacía ninguna falta, ¿eh?. Lo mío con Franzen es distinto, es otro rollo. No es que no haya necesidad, que la hay, porque leer a este tío será obligatorio en facultades algún día, es que me lo tomo con calma porque es como andar con lastre. Me arrastro con su ladrillo por la casa, y cuando lo coloco en la cima de mi pila de libros en la mesilla, la columna tiembla como un rascacielos con cimientos antisísmicos, luego vuelve a su ser. ¿Que qué pasa con Jonathan? Pues que es buenísimo y quiero acabarlo, pero me resulta agónico. Ponerte delante de la mierda de sociedad que tenemos alicatada con la mierda de convenciones familiares y conductuales que ejecutamos todos religiosamente es como para echar a correr y no parar. Lo recomiendo sin acabarlo, sí, esto es fuerte, lo sé. Lo recomiendo sin poder terminarlo, que es peor. Y si alguien lo consigue -llegar a la postrera página- y no ha visto la grandeza de Franzen que se dedique a leer las hojas de ofertas del súper. Otra cosa es que no guste, eso sí está permitido. Pero tengo que echar el resto, este libro ha conseguido lo que otros jamás hicieron. Soy capaz de abandonar una lectura en la primera página, sea de quien sea y sin misericordia. Con el tiempo puedo darle, como mucho, una segunda oportunidad y muy pocos llegan a esa pantalla, sin embargo con Las correcciones he batido un récord mundial de préstamo bibliotecario. Ya he perdido la cuenta. Gora Franzen, gora.