Dos horas

viernes, 26 de abril de 2013

Me dijeron que tenía la tarde libre. Con semejante universo de posibilidades ante mi, a las cuatro estaba en la biblioteca. A las cuatro y cuarto ya tenía tres libros prestados en la mano. Luego a pasear con el cuello torcido por las estanterías, empezando por la A, con el abrigo puesto y los libros agarrados al pecho. Sinopsis van, solapas vienen, libros pegados por el forro de plástico que se resisten a pasear. Me quedé en la K. De repente un niño, hijo de la puta del pueblo, que duerme junto al fuego y escucha el trajín de la madre,  se prepara para su primer día de colegio... y luego cuchillos, y refugiados que siempre tienen hambre, y fábricas con trabajos alienantes, a ver de qué otro tipo hay. Y ganas de querer a alguien. A las seis alcé la vista. Había leído mi primer libro en una biblioteca, en el silencio hueco que ya casi no se convoca hoy en día, todavía con el abrigo puesto. Medio amodorrada por el viaje, me despedí del sitio y volví a anclarme al supermercado, al estanco, al coche, a la cocina. Gracias, gracias por esa tregua fingida. 


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