Tiene que ver con un trauma infantil: a quién se le ocurre meter a vivir mini-deborahdora en Madrid con siete años viniendo de una Barcelona, ya desde entonces y para siempre, platónica. En fin. Que la he esquivado -a la capital- los siguientes 33 años con ocasionales incursiones (cuento cinco), hasta ahora. En el pasado las operaciones fueron muy planificadas, para permanecer en territorio enemigo el menor tiempo posible con el máximo rendimiento: Vgr. Llorar delante de las fotografías de Robert Capa en el Reina Sofía, pisar el Instituto Cervantes, ver una obra de Lope o rendirme incondicionalmente ante el Gernika. Esta vez no voy a poder sacar tajada, no me lo permite el maratoniano horario de formación. Me llevo en el Kindle munición hasta las cejas para momentos cruciales. Ese tren, ese ratico antes de dormir y poco más. Buscando el obligatorio rédito al viaje lo primero que se me ha ocurrido es conseguir, al menos, pisar la Puerta del Sol, en homenaje a las ganas sinceras y viscerales, casi dolorosas, que gasté, por primera y única vez en mi vida, de estar en Madrid. Fue una noche de mayo de hace mil años. Sería un buen botín para esta ofensiva.
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